El borracho
- Camilo Fidel López
- 20 mar
- 3 Min. de lectura
Los últimos buses escolares recogían niños adormecidos y molestos que se frotaban los ojos. Oficinistas perfumados alzaban el brazo con prisa para intentar llamar la atención de taxistas que ni siquiera se inmutaban de su presencia. En la cancha de baloncesto, llena de charcos plateados, un grupo de ancianas descoordinadas hacía ejercicio al ritmo de un merengue clásico. La primera vez que lo vi, hace más de treinta años, era un joven locuaz de voz gruesa y seguridad pueril. La última, me lo crucé en una fiesta cuando trataba de conquistar torpemente a un grupo de mujeres indiferentes. Esta mañana, vestido con cuidado de pies a cabeza, en la mitad de un parque contiguo a mi casa, un hombre tembloroso de rostro enrojecido, sumido en un pasmoso ensimismamiento, tambaleaba y temblaba en un solo sitio mientras intentaba ocultar —sin éxito— con la palma de su mano una pequeña botella transparente. Era él. Creo que me reconoció, pero no podría asegurarlo. Giré la cabeza de inmediato. Me avergüenza verlo y que piense que lo estoy juzgando. Faltaba más. Pero su mirada cristalizada e ingrávida, como si un pensamiento fijo lo tuviera agarrado con furia felina del cuello, se quedó conmigo hasta el mediodía y me obligó e escribir. Hace un buen rato supe de un padre inconsolable que había perdido a su hijo en un accidente de tránsito. El muchacho había salido de una discoteca y por su estado de embriaguez perdió el control del vehículo. El padre, en el funeral, solo le repetía a quien se le cruzara una sentencia simple que buscaba limpiar —como fuera— la memoria de su hijo y, de paso, aliviar el dolor extenso y abrasador de su partida. Mi hijo no era un borracho, repetía. “Mi hijo no era un borracho”. Sin embargo, ahora que lo pienso bien, la embriaguez constante como la del espectro del parque o la ocasional del muchacho que murió demasiado pronto, no alcanza a ser una categoría del ser. Nadie es un borracho. Me impresionan esos atajos tan frecuentes en las opiniones ajenas. Ese hábito malsano de reducirlo todo a una prejuicio: de hacer de adjetivos un sustantivo inapelable. No pretendo defender al trago y su consumo, faltaba más. Conozco muy bien sus peligros y sus consecuencias. He aprendido a temerle a su monstruosidad, pero también he sabido —como corresponde con todos los monstruos— negociar hasta donde le permito hacerme daño. Ese daño que muchas veces pasa desapercibido y que consiste en la inundación del pensamiento. Aquel que es doblegado por los tragos —corrientes o constantes— sufre algo así como una especie de locura transitoria que le impide pensar más allá de una sola idea. Como si todo su aparato racional estuviera aplastado por una piedra gris e inmensa. Por eso su discurso circunda alrededor de un único planteamiento, una y otra vez; hasta que desaparece en el balbuceo que causa las palabras pegadas de saliva y delirio. En eso la borrachera se parece al dogma: entre más se deja avanzar, más se estrecha la distancia entre las dos paredes que avanzan amenazantes, como en tantas películas de terror. La prisión de un pensamiento, esa aflicción que condena al borracho a quedarse solo y al dogmático a ahogarse en el inmenso pecado de la certeza. Pero por alguna razón da mas vergüenza una borrachera que una idea recalcitrante de un apóstol de sus convicciones. Peor se le castiga y se le condena. Con seguridad por eso ese viejo conocido del parque trataba de ocultar la botella que brillaba con la luz de la mañana. Quizás se sentía derrotado. Un sentimiento desconocido para aquel que cree poder conjurar toda la verdad del universo y que entre gritos ensordecedores no se molesta en ocultar su embriaguez. Y se jacta de ella.

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