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Foto del escritorCamilo Fidel López

Los malvados

Actualizado: 8 may

Se sintió una estrella de cine. A la señora de la casa un abrigo de visón le sujetaba con gracia su cuerpo madurado por varios embarazos. Su boca enrojecida por un lápiz labial —que encontró en uno de los bolsillos de la prenda— completó la breve alucinación de ser otra mujer. Días después, su madre llegaba a visitarla y entre los pormenores de su vida lejos incluyó —y lamentó— haber perdido una subasta de las cortinas de una vecina ausente.  Otra de esas noches, el hermano mayor fue sorprendido por el más pequeño mientras jugaba con una linterna que alumbraba un par de dientes de oro formados como una linea de caballería. Abrigo, cortinas y dentaduras habían sido parte del despojo rutinario al que eran sometidos los judíos una vez ingresaban al campo de concentración. En su película Zona de interés, el genial y valeroso Jonathan Glazer —el mismo que denunció los crímenes del ejército de Israel en Gaza en la velada de los Óscar— da cuenta de esta manera, tan franca como inquietante, de cómo la acusación de tener algo o su simple posesión fue uno de los discursos más efectivos contra el pueblo de Abraham a la hora de justificar lo injustificable. Tener mas que los “otros alemanes” bastaba como argumento para su erradicación. Asimismo funcionaba como una falaz cuestión de justicia el arrebatarles todo antes de asesinarlos. Robarles era un acto de redención propia.

Con la estremecedora y galardonada historia, Glazer logra identificar lo sorprendentemente efectivo que resulta, para incitar al odio y provocar la indiferencia ante sus estragos, señalar lo que el otro tiene o posee como si fuera un pecado irredimible. Por supuesto que es más fácil y expedito un tribunal sobre las posesiones de los enemigos que el ejercicio incontrolable de explicar quiénes son y cómo han llegado a tener lo que tienen. Me temo que dicha estrategia de juzgar al otro por su poseer antes que por su ser o su quehacer, no fue exclusiva de los nazis ni mucho menos se trata de una anécdota histórica. Por el contrario, cada vez que algún líder quiere incendiar —y por efecto hacer cenizas— la voluntad de las personas, bien sabe que es suficiente con culpar y reducir a un grupo de personas especificas a sus posesiones.Así han empezado muchas guerras y pillajes en nombre de supuestas reinvindicaciones sociales que han terminado en peores vidas para los desposeídos que dijeron defender.  Pareciera que la estampita del rico malvado es más arquetípica en la política que en la misma literatura. Miserables, tacaños y codiciosos de espaldas encorvadas se frotan las manos  ante una cómoda fogata mientras el niño en muletas muere de frío. Tampoco tardan esos charlatanes de ocasión en aromatizar la pobreza y dotarla de una dignidad incontestable al atribuirle una ética en sí misma: la bondad que nace del despojo. Un estribillo trillado e irreflexivo que desconoce la mutabilidad y complejidad de la experiencia humano. No se equivocaba Silvio Rodríguez —que tanto cayó en esa trampa— en su Canción de navidad cuando afirmaba: “tener no es signo de malvado y no tener tampoco es prueba de que acompañe la virtud”. En ese sentido, allanar un debate social a ricos contra pobres o viceversa excluye la posibilidad de que unos y otros reconozcan las realidades de sus condiciones económicas y también puedan explicar las de los demás. Ojalá todo fuera tan simple como partir el mundo en dos, pero no lo es.

Sin embargo sería un error descomunal creer que ese era el único mensaje inserto en Zona de interés.  Al fin y al cabo se trata de la historia de una familia alemana privilegiada que vive en una amplia y cómoda casa a escasos metros del campo de concentración de Auschwitz. Y quizás fue esta dimensión la que llamó más la atención del público por su tozudez en reflejar  las atrocidades que causa la indiferencia. Ese tipo de indiferencia que brota cuando se tiene la fortuna de no sufrir, ni por asomo, los padecimientos que miles otros están atravesando. Una especie de comprensión del bienestar propio amputada de toda compasión.  Un allá ellos mientras yo estoy bien. Glazer es un genio al erigir una muralla escasa que dejaba entrever las torres de las chimeneas de ladrillo que expedían cuerpos, como metáfora de la lánguida moral basada en tal egoísmo. En ese aspecto es imposible no ver la omisión como una complicidad  certera o la ostentación de la felicidad como una afrenta al dolor indecible de los otros. Supongo que los discursos de odio que buscan enfrentar a los poseedores con los desposeídos, encuentran buena sombra en ese adormecimiento social que impide la más simple conmiseración por los demás. El mundo para muchos es un desastre que se cura cerrando las cortinas de la casa. Una fachada que desaparecería con una simple observación y un sincero reconocimiento de que existen millones de seres humanos que atraviesan penurias tan inaceptables como descabelladas.

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En estos tiempo de marchas ciudadanas llenas de contradictores y contradicciones sería muy útil no confundir la urgencia y necesidad de muchas reformas sociales con el discurso de la supuesta villanía de rentas de un sector importante de la población. Pero asimismo, tampoco seguir pretendiendo mantener el lujo de parpadear ante las terribles injusticias de nuestra sociedad. Llegado ese punto, tal vez es probable que nos veamos obligados entre todos a sentarnos a hablar los unos y los otros; sin la estridencia y sesgos de las marchas. De lo contrario recogeremos en un par de años la feroz cosecha que deja mezclar semillas de odio con semillas de ceguera. La cosecha propia del ayer.   



Una marcha reciente



     

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