Desde donde estoy el paisaje es de nubes gruesas que se posan sobre la cordillera. En las mañanas más opacas —como la de hoy— apenas se alcanzan a ver algunos retazos del verde de las montañas abrazadas. Y esa sola imagen me recuerda la forma precaria e imprecisa en que solemos recordar los años que quedan atrás. Ese recuento de acontecimientos que sobrevienen cuando se acercan sus últimos días. Con frecuencia se rememora lo altisonante y lo monumental (a costa de lo cotidiano y lo detallado). Aquellos sucesos que creemos marcaron el año y lo definieron en esa injusta y precipitada categoría de un año bueno o de un año malo. El trabajo anhelado que se obtuvo o que permaneció; el proyecto que se hundió entre la fantasía de la esperanza; el amor que se esfumó entre promesas o aquel que supo sobrellevar el aburrimiento. El viejo amigo que regresó con el pasado como garantía. Pero quizás el año es algo menos —o algo más— que los acontecimientos hinchados de gravedad, de eso que anunciamos como importante —esa palabra resbaladiza—. Porque el año también se entreteje entre eventos imperceptibles y translúcidos que de manera sutil van apilando los días y las semanas y que —por lo general—se pasan por alto. La respiración diaria que curva el pecho; el brillo del sol que se siente en las mejillas; el abrazo y aliento de la compañera incansable y cómplice; el juego serio y solitario del hijo sentado en el piso. El amigo que supo pedir perdón. Lo mínimo que soporta en sus hombros de acero al mundo. Y es que cabe la posibilidad de que por esta desatención es que llegue la visita más incómoda de estas fechas: el reproche. Estos últimos días traen remordimientos en los que nos arrepentimos de no haber contestado esa llamada insistente; de habernos ido demasiado pronto de la fiesta del amigo lejano; o preferir la pantalla inútil a la conversación con ese viejo que ya no está. O cuando —sin saber— interrumpimos la historia de ese niño que ya no volverá a ser el mismo. A toda presencia le sigue la ausencia; esa es la ley. Mientras las nubes se seguían posando sobre las montañas recogimos naranjas con mi hija con esa dicha infinita y laboriosa que le causa arrancarlas del árbol de hojas brillantes. Estaba feliz y yo feliz estuve de verla. El tiempo se detuvo y luego continuó su paso. Y así recordé que la vida es simple. Mucho más simple de lo que queremos creer.
Feliz año para todos.
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